Tras el fallecimiento de un familiar, la familia del difunto comenzó los preparativos
del sepelio. Lo que debería haber sido un acto de recogimiento y despedida pronto se
tornó en una situación kafkiana debido a las imposiciones del cura Freire. Este
sacerdote, lejos de ofrecer soluciones o palabras de consuelo, dictó unilateralmente
las condiciones para el entierro: este solo podría celebrarse en la mañana y bajo su
estricta supervisión. Cuando la familia solicitó un horario por la tarde para acomodar
la llegada de otros familiares, Freire lo rechazó categóricamente, argumentando que
«por la tarde no entierra».
Ante la negativa, la familia propuso una alternativa: celebrar la misa en otra
parroquia y proceder al entierro con la asistencia de un cura amigo. Pero Roberto
Freire bloqueó esta opción, alegando que «en su parroquia no entierra a nadie que no
sea él o quien él autorice». Lo más sorprendente es que Freire aseguró que, si no lo
hacía él mismo, mandaría a un «laico» a enterrar al difunto en su nombre. Cuando la
familia insistió en que el entierro debía realizarse de acuerdo con la doctrina cristiana,
y que deseaban que un sacerdote llevara a cabo el acto, Freire respondió tajantemente
que eso no sería posible en ninguna de las seis parroquias bajo su control. Según él,
su «proyecto piloto con laicos» o algo similar era la única opción aceptable.